20 mayo, 2012

Buenas lecturas y Brad Mehldau

Años lentos, de Fernando Aramburu, editado por Tusquets. 

Como siempre me ocurre con los libros de Fernando Aramburu, me ha sabido a poco esta brillante reflexión sobre la vida, sobre la memoria individual y colectiva, sobre los recuerdos llenos de sentimientos. Aramburu dijo de este libro, que era su novela más autobiográfica, aunque no hablaba de su vida.
"Años lentos", cuyo título obedece a lo lento que pasaban ese tiempo entre 1968 y 1971 para el autor, narra la historia del protagonista, un niño de ocho años que se va a vivir a San Sebastián con sus tíos por la extrema pobreza de su familia.
Una familia que vive en un barrio pobre y que va a tener cómo testigo a este niño que ve cómo transcurren los días en la familia, con un padre que trabaja horas y horas en una fábrica, pero que cuando llega a casa es un ser débil y pusilánime, un primo, Julen, con escasa formación que adoctrinado por el cura del barrio acaba enrolándose en la incipiente ETA, una prima, Mari Nieves, una chica muy fácil, obsesionada con los chicos, y la madre, Maripuy, la matriarca que tiene que bregar con todos los problemas.



Amok, de Stefan Zweig, en la editorial El Acantilado



Si hay un escritor del que uno puede adorar su obra desde la primera vez que lo lee ese es Stefan Zweig. Uno de los grandes talentos literarios de la historia de la literatura contemporánea. 

La editorial Acantilado viene publicando espaciadamente su obra, y no les debe ir mal, porque continúan con el empeño. Reconozco que yo contribuyo a ello.

En "Amok", uno de los relatos que componen este volumen, Zweig explora la pasión, ese sentimiento descontrolado que puede llevarnos por los caminos de la felicidad o los tortuosos senderos de la infelicidad. 
Pero me han encantado también el resto de los relatos, como "Un vago", sobre la educación; el "Episodio en el lago Leman", una historia que bien pudo estar inspirada en un suceso real; "La calle del claro de luna" con sus imágenes misteriosas y la triste historia de amor imposible: "Leporella".

Leer estas pequeñas obras maestras de un escritor como Zweig proporciona hermosos ratos de buena literatura.







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14 mayo, 2012


La semana pasada fui a ver la última película del director francés Robert Guédiguian ("Marius y Jeanette", "La villa está tranquila", "Marie Jo y sus dos amores"...)
El título me traía aires nostálgicos de aquella película de 1953 dirigida por Henry King y 
protagonizada por Gregory Peck y Ava Gardner: Las nieves del Kilimanjaro.
Pero la película de Guédiguian, no tiene nada que ver con la de King. El director francés vuelve a hacer gala de su compromiso con la moral contemporánea, realizando una película intuitiva, personal, inteligente y coherente.

Guédiguian se inspira en un breve poema de Victor Hugo -La gente pobre- para dar una vuelta de tuerca a su tradicional realismo social y plasmar una serena autocrí­tica a su definido discurso político. No es que el cineasta haya dejado atrás su militan­cia y su cercanía a los postulados del socialismo. Están todos... pero de otra forma. La cinta refleja la simpatía del realizador con la actitud de los sindicatos, la defensa de los trabajadores y la lucha contra las injusticias. Sin embargo, como hace reconocer a los personajes, “todo esto no basta”.

Y en este sentido, la película respira y vue­la mucho más alto que el cine social de Ken Loach, Tavernier y el propio Gué­di­guian. El director traspasa la barrera de la denuncia para dibujar una conmovedora gale­ría de tipos humanos y convertirse -como el poe­ma de Victor Hugo- en un canto a la solidaridad. 

Desde un postulado mucho más humanista que político, la película habla del amor, de la necesidad de perdonar, de la importan­cia de ponerse en el papel del otro y con­tiene un revolucionario mensaje: ante la crisis económica más que soluciones polí­ticas necesitamos respuestas humanas, y más que en los gobiernos la llave está en las personas.

Salí del cine, salimos, con la impresión de que ya no volveríamos a ser los mismos que habíamos entrado una hora antes.
Con la impresión de haber visto una película honesta, bien dirigida, excelentemente interpretada. Una película que nos ha conmovido en lo más hondo, llena de sensibilidad, de pequeños detalles, y de gestos más allá de las palabras y en la que los silencios están llenos de los gritos de todos.


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07 mayo, 2012

El hombre de la bossa nova


"Champagne, mujeres y música, ahí voy", dijo João Gilberto antes de salir de Juazeiro, la pequeña localidad de Bahía, cuando apenas tenía 18 años. Se escapaba de un futuro como abogado, de una vida pueblerina y del apodo Joaizinho . El músico inició un largo y tortuoso camino de casi diez años, viviendo de la caridad de otros, mudándose de varias casas, siendo internado fugazmente en un sanatorio psiquiátrico y encerrado por meses en diferentes habitaciones, hasta llegar a crear esa música que maravilló al mundo.



Un hombre introvertido, con una personalidad excéntrica y enigmática, y un guitarrista excepcional que poseía una cadencia nueva que nadie sabía explicar. Joao Gilberto fue uno de los mayores referentes de la música brasileña del S.XX



No fumaba, apenas bebía, prácticamente no asistía a ninguna de las fiestas o reuniones que se realizaban, y le gustaba poetas como Carlos Drummond Andrade. 

Una noche inesperada, João Gilberto entró en el corazón de la escena de Copacabana y en ese círculo de jóvenes músicos que a partir de ahí lo convertirían en su gurú. Fue como una noche inaugural. Para muchos, el primer encuentro real con ese ritmo distinto, que nadie sabía cómo llamarlo y que en poco tiempo se convertiría en la bossa nova.


Era la fiesta de las bodas de plata de los padres de Roberto Menescal, (uno de los impulsores del movimiento de la bossa nova) y alguien llamó a la puerta. Cuando abrió, un joven que nunca había visto preguntó: "¿Tienes una guitarra ahí? Podríamos tocar alguna cosa. Soy João Gilberto". El ya había oído hablar de él, sabía que se trataba de un bahiano medio loco y genial, fabuloso guitarrista, cantante afinadísimo. Le invitó a entrar. João Gilberto pasó entre las decenas de invitados -nadiese fijó en él- y fueron al cuarto del fondo. No dijo nada más. Examinó la guitarra, la afinó y cantó "Ho-ba-la-lá", su propia composición. "La voz de João Gilberto era un instrumento de altísima precisión. Dejaba caer cada sílaba sobre cada acorde como si las dos cosas hubieran nacido juntas. João repitió el tema cinco o seis veces más, con mínimas alteraciones, pero cada versión parecía mejor que la anterior. Menescal no resistió más. Lo agarró por el brazo con guitarra y todo y salió con él por la noche a exhibirlo a todos sus amigos. En apenas una noche y casi todo el día siguiente (ninguno durmió) él les abrió los oídos para una música brasileña más rica de lo que jamás se habían imaginado."
Así cuenta Ruy Castro, en su libro "Chega de saudade", el momento en que el músico comienza a escribir una nueva historia: a partir de esa noche no habrá artista joven que no quiera sacar en la guitarra su sonido secreto de la mano derecha, cantar baixinho y hasta comportarse como João Gilberto.
A João también se le adjudicaban efectos hipnóticos sobre las personas, además de tener un oído absoluto, una manera de tocar de otro planeta y posibles poderes sensoriales. Cantaba bajito mientras intentaba eliminar cualquier ruido de la respiración y otras imperfecciones. Era un perfeccionista exagerado y maniático.


Su primer disco, fue Chega de Saudade (1959). que, además de varias composiciones de Tom Jobim, contenía varios sambas y canciones populares de los años 30 pero arregladas con el distintivo estilo de la bossa nova. El resultado de las 12 canciones que integran ese vinilo se debe agradecer al genio de Gilberto, a ese swing único, al dominio del ritmo, a esa sincronicidad perfecta entre la voz y la guitarra. Y también a la paciencia estoica de Tom Jobim, que soportó todos los pedidos de João porque sabía que estaba en presencia de una "inteligencia superior", como dijo en alguna ocasión.
"Eres un burro, Tom" llegó a decirle al gran mientras grababan el disco. Jobim comprendió que João no necesitaba de grandes arreglos, como escribiría en la contratapa del disco: "Cuando João se acompaña con la guitarra es él, cuando la orquesta lo acompaña, la orquesta es él".



Alrededor de 1962 la bossa-nova ya había sido adoptada por músicos de jazz estadounidenses como Stan Getz. Este último invitó a João Gilberto y Tom Jobim para que colaboraran en lo que acabó convirtiéndose en uno de los discos de fusión bossa-nova/jazz más vendidos de la historia, Getz/Gilberto.
De este trabajo destaca la composición de Jobim / Vinicius de Moraes "Garota de Ipanema" (La Chica de Ipanema; en su versión inglesa, The Girl from Ipanema), que se convirtió en una canción clásica del pop internacional y llevó a la fama a Astrud Gilberto, mujer en aquel entonces de João Gilberto y cantante en este tema.



La historia del disco Getz/João Gilberto tampoco fue color de rosa. Uno de los primeros cruces entre el saxofonista y el guitarrista lo tuvo que sufrir Tom Jobim. "Tom, dile a éste que es un burro". Jobim le tradujo: "João dice que está muy contento de grabar con usted". "Por el tono de voz no lo parece", replicó Getz. Sin embargo, el resultado fue asombroso y el éxito en el mundo, también. En lo económico las diferencias fueron notables. Con las ventas del disco, Stan Getz se compró una mansión de 25 habitaciones. João cobró 25.000 dólares y ganó dos Grammys que se olvidaría en un armario durante una mudanza. Astrud Gilberto, que había intervenido en la versión en inglés de "Garota de Ipanema", ganó 130 dólares.

El disco siguiente, Ela é Carioca, fue lanzado el año 1968, cuando João Gilberto estaba residiendo en México.


El disco João Gilberto, lanzado en 1973, representa un cambio desde la creación de la bossa nova. 


En 1976 fue lanzado The Best of Two Worlds, con la participación de Stan Getz y de la cantante brasileña Miúcha (Heloísa Maria Buarque de Hollanda), hermana de Chico Buarque que se había convertido en esposa de João Gilberto en abril de 1965.


El disco Amoroso (1977) tuvo arreglos del músico Claus Ogerman.



En el disco de 1981 Brasil, João Gilberto trabaja con Gilberto Gil, Caetano Veloso y María Bethania, quienes a finales de los 60 habían creado el movimiento Tropicalismo basándose en la bossa nova y fusionándola con elementos de rock.



En 1991 lanzó João, un disco particular por no contar con ninguna composición de Tom Jobim y, en su lugar, utilizar canciones de Caetano, Cole Porter y composiciones en español.


El último que sufrió y disfrutó de la genialidad del maestro fue Caetano Veloso. La última vez que tocaron juntos en Buenos Aires todos pugnaban por grabar el histórico encuentro para festejar los 40 años de la bossa nova. La palabra del maestro fue terminante. Después de aquellos mágicos encuentros, João se arrepintió y le dijo al empresario local: "Qué pena no haberlo grabado". Quizá por eso, más tarde el músico se dejó convencer por Caetano para volver a un estudio de grabación después de diez años. Pero no pudo convencerlo de agregar a Jacques Morelelbaum para los arreglos. Gilberto prefirió guitarra y voz. No hubo discusiones. Caetano acompañó al maestro durante las sesiones. Con eso estuvo más que feliz. João no se equivocó: "João, voz e violao", también fue una obra maestra y marcó una vuelta a los clásicos de la bossa-nova.


Joao Gilberto. Único, inimitable, siempre lejano y misterioso y sin embargo tan cerca, siempre.

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02 mayo, 2012

De vez en cuando

Emmet Gowin. "Retrato de interior"

De vez en cuando leo libros de autores de los que nunca he oído hablar, de los que no encuentro críticas en revistas especializadas, de los que sólo hablan en algunas páginas -dudosas- de Internet. Los leo para desafiar al destino, para burlarme de los hados, para hacerle un quiebro a las estadísticas, para demostrarle a esa otra que soy tan a menudo, que también puedo hacer lo que ella nunca haría.

De vez en cuando como comida basura. De esa, sí, de la que jamás hablan en los reportajes gastronómicos ni en las guías de buenas maneras. Me atiborro placenteramente de productos prohibidos por dietistas, cocineros, gourmets y demás gurus de la alimentación. La como para saltarme las normas, lo políticamente correcto en alimentación sana, para sentir como se deshacen en mi paladar, atraviesan mi garganta, se depositan en mi estómago sin provocar ningún cataclismo, sin efectos secundarios, sin contraindicaciones ni resultados adversos.

De vez en cuando escucho música de los cuarenta principales con verdadera pasión y entrega absoluta, me tupo a canciones ñoñas, letras sin sentido, me apasiono con las melodías repetitivas, facilonas y simples, que repito después mientras plancho o cocino. La escucho para sentirme joven de nuevo, para volver a ser la que fui cuando no tenía prejuicios ni juicio, para sentir el olor de aquella piel o el tacto de aquella mano o la suavidad de aquellos labios, bajo las pecas de mi nariz adolescente.

De vez en cuando pongo la tele y me paso unas horas sin sentido, saltando de un canal a otro, dejándome llevar por gritos y susurros, abandonándome, casi de forma lasciva a cotilleos, mentiras, palabras burdas, historias vulgares sin ningún tipo de interés. La pongo para acallar mis ruidos interiores, mis contradicciones, mis desesperaciones, mi melancolía. Para ponerle una ruidosa banda sonora a silencios que duelen, a ausencias enormes, para vaciarme de todo lo que me abruma y no ser yo durante unos instantes.

De vez en cuando huyo de todo. Me voy al monte y me dejo envolver por la niebla. Me pierdo por la carretera que sube haciendo curvas imposibles, hasta llegar a la cima, y allí, parada en un camino cualquiera, cierro los ojos, o dibujo con el dedo en el vaho que se ha formado en los cristales de las ventanillas del coche. Huyo de todo para volver de nuevo, para seguir, para encontrarle sentido a algunas cosas, para hacerme promesas que nunca cumplo, para tomar decisiones que nunca sigo. Para intentar comprender y comprenderme.

De vez en cuando vuelvo, también, a esta canción.

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