23 noviembre, 2014

La ciudad


Es difícil sentir el ardor de una ciudad que no conoces. 

Sentir su olor, la luz de sus casas y sus calles, hacer tuya la emoción de los paisajes.
Difícil amarla -sólo se ama aquello que se conoce- difícil entender la pasión con la que sus habitantes defienden sus errores y sus virtudes.

Miro mi ciudad cada vez que vuelvo a ella. Intento mirarla desde abajo y desde arriba, con ojos de viajera, con mirada de turista, o de aquel que la visita por vez primera. Nunca lo consigo, mi vieja y pequeña ciudad, desaliñada, decadente, con las ruinas del tiempo y los desastres, está llena de los olores de mi infancia -oh, tiempo feliz- es mi Arcadia, mi Ítaca particular, el lugar al que siempre vuelvo arrullada por cantos de sirenas y aromas familiares.

Por eso, cuando esta mañana, al amanecer, inicio la lectura de "Más allá de Tánger" de Álvaro Valverde, me introduzco en la ciudad africana con la prevención de la viajera, la turista, de la que mira algo por vez primera, exenta de emociones, más allá de las que puedan provocarme la poesía de alguien que admiro y que nunca me decepciona con su forma de nombrar lo que ve y lo que siente.

No ha sido una lectura fácil. No. Muy distinta a las que, hasta ahora, he hecho de los libros de mi amigo el poeta placentino. Difícil por lo ajena y sin embargo, a medida que me iba adentrando en la ciudad que él describe, he encontrado las mismas sensaciones que produce en mí el regreso a mi ciudad de infancia.

Porque Álvaro Valverde me habla de Tánger, pero me habla también de colores y aromas, de la familiaridad que permanece, de la ciudad como espejo y recuerdo, de lo que se pierde y lo que permanece, de la memoria y el olvido.

Cada poema de este libro es un poema de regreso y de reencuentro. Álvaro abandona los paseos por las murallas de Plasencia y nos lleva, más allá del mar, al lugar que una vez fue suyo y que sigue siéndolo por encima de las ruinas del tiempo y el olvido.

Cada poema nos habla de su Tánger, aquel que él vivió y conoció en un tiempo y llena versos con palabras que tienen un sabor lejano a las encinas, palabras aromadas con especias de otros campos, otras piedras, otras calles.

El mundo interior de Á. Valverde sale aquí, más que nunca, fuera de sus límites, como hacen siempre con nuestros mundos interiores los viajes, los traslados, las travesías.
Sí, los viajes revolucionan nuestras pequeñas certidumbres, nuestras seguridades cotidianas, remueven nuestros recuerdos que, de repente, se abren ante nosotros inquietando lo que parecía escondido o guardado a buen resguardo. 

Sale bien parada la ciudad en su recuerdo. Ni siquiera la decadencia, propia del tiempo y los desastres, hacen mella en su mirada. Cómo a Lisboa -ciudad que él mismo cita en sus poemas- le sienta bien la decadencia a Tánger. Y en ella están la madre, el padre, su compañera de vida, su casa, el puerto, el zoco y los minaretes, la literatura que habita entre sus muros.

La nostalgia me persigue en la lectura, avanzo por las páginas como quien avanza por sus propias calles, las de esa ciudad que nos persigue, como un fantasma, allá donde vayamos. Pienso en Cavafis y en aquel poema: "La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mismas calles...". Avanzo por las páginas con esa sensación que siempre me dejó el poema del poeta griego de llevar la ciudad colgada a nuestra espalda, pegada a nuestra piel, sombra de nuestra sombra. Avanzo por las páginas cautivada por el ritmo, las palabras, las imágenes, el lugar y su misterio. 

Aunque a mí, que imaginaba a Álvaro Valverde en una ciudad amurallada, de calles empinadas y a sus pies un río, una ciudad de piedras y de encinas, envuelta en viento sur, lejos del mar y las medinas, me costará mucho imaginarlo ahora en aquella ciudad que ya era suya, de la que nunca salió, mal que me pese, en la que aún está, en la que aún vive.



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16 noviembre, 2014

Dicha

Robert Doisneau


DICHA

Sigo encontrando cierta dicha
en ir en bicicleta hasta tu casa.
Remar no se trata de llegar a la isla,
es disfrutar el trayecto
–dijo Ricardo cuando nos enseñó.
Cada desplazamiento tiene su clave sensitiva.
Bajo los cambios para subir.
Después,
apoyo el peso del cuerpo en los pedales
y me dejo caer en picada.
Se entretejen nudos en los pelos
cuando se ponen a flamear hacia atrás.
Las construcciones van perdiendo altura,
una estela de humo atraviesa el cielo,
dibujada con la punta de una fábrica.
Aterrizo en la entrada de tu casa. Las cosas
andan bastante mal ahí adentro
o en cualquier otro reducto
que tengamos que compartir.
Puedo aceptar que ya no nos queremos como antes,
pero si insisto, es porque la distancia
fabricada entre nosotros
es tan hermosa y delicada
como ningún otro trayecto
que conozca hasta ahora.

Daiana Henderson 
Del libro “Un foquito en medio del campo”
Editorial Municipal de Rosario, 2013

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02 noviembre, 2014

Una se acostumbra

Robert and Shana ParkeHarrison the-clearing1993

Y después una se acostumbra.

A levantarse cada día como si nada hubiera pasado. A despertar cada mañana sin echar de menos el tiempo de la luz y la esperanza.
Una se acostumbra al silencio, a la soledad, A los lugares vacíos, a la oscuridad de un camino que parece no llevar ya a ninguna parte
Los días ya no pasan, se suceden, y se dejan de hacer planes, más allá de los impuestos por el paso del tiempo  y la realidad cotidiana.
Empiezan a caer fechas en el calendario, antes señaladas y ahora confundidas con el resto de los días.

Se empiezan a recoger los pedazos de tantos recuerdos rotos, esparcidos por todas las habitaciones, las calles, los lugares que frecuentábamos. Aquella cajita de allí, las cartas borrosas, las fotografías, de repente irreconocibles, las canciones que acompañaban nuestros viajes, los paisajes que recogieron horas de pasión y de misterio.

Empezamos a construir nuevos caminos a golpe de machete, pico y pala. Intentando encontrar huecos para respirar y comernos el aire a bocanadas, resquicios por los que escapar, espacios que nos permitan volver a ponernos en pie y seguir caminando.

Lo peor es recoger tanta palabra rota, tomarlas entre dos dedos, y mirarlas asombrados sin reconocerlas, sin saber qué hacer con ellas. Lo peor es comprobar cómo, esas palabras arrastran en su ruina a otras palabras que ya nunca más podrán decirse de la misma manera: Amor, amigo, cómplice, TÚ. Lo peor es no saber dónde y cómo colocar las manos, la sonrisa, el gesto, la postura. Qué sendero coger ahora en esta bifurcación que parece no llevar a ninguna parte.

A veces, como pequeños destellos luminosos, se vislumbran momentos de paz y de sosiego, incluso, a veces, aparecen pequeñas etapas de alegría y en medio del caos se van ordenando solas algunas cosas, recomponiéndose, encontrando su lugar en medio de la nada y te permites el lujo de inventar nuevos horizontes.

Y entonces, una confía en el tiempo, ese sanador que todo lo cura, esperando que ponga las cosas en su sitio, que despeje nieblas y telas de araña, que devuelva el sentido a lo que ahora parece una locura, que cambie de nuevo la mirada, que nos restituya lo que se llevó sin avisarnos así, tan de repente, de forma tan cruel y tan violenta.



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