05 junio, 2019

Vento o la vida salvaje


Para llegar a Vento, el hogar de las soledades de Joaquín Araújo, hay que viajar por el corazón de las Villuercas, estar atenta a los cruces, cruzar dos regatos esquivos y seguir el camino que pasa junto a la charca de los gansos y el huerto regado con un manantial de montaña.
Luego, sólo hay que bordear los frutales y a la puerta de la casa de piedra, fundida con el paisaje, ya te está esperando Ibor V, un mastín extremeño que en cuanto te bajas del coche mete su cabeza entre tus piernas reclamando caricias y mimos.




Luego, hay que ir entrando poco a poco en la vida de aquel paraíso, observar despacio y dejar que tu mirada se vaya acostumbrando despacio a la belleza que te rodea.

Sentarse debajo de los chopos que blanquean la hierba, acercarse al corral de las cabras y ayudar a los cabritos a alimentarse de las ubres cargadas de las madres, encerrar a las gallinas y recoger algunos huevos, conocer la biblioteca del bosque -posiblemente la biblioteca más aislada y solitaria del mundo- e instalarse en ella para dormir rodeada de libros, que se pasan la noche conversando entre sí, mientras tú te entretienes con sus historias hasta quedarte profundamente dormida, arrullada por los sonidos cercanos del bosque.


Para vivir en Vento, hay que levantarse al alba y caminar hasta el huerto en el que Joaquín lleva ya unas horas dando de beber a los surcos, resecos por este calor adelantado, con su doble sombrero de paja y fieltro, su azada en las manos y su oído atento al canto de los pájaros.

Luego, cuando el huerto ha bebido, hay que darle agua a la casa subiendo a uno de los manantiales en los que brota cristalina y pura, cambiar su curso y caminar de vuelta, entre el olor de la jara y la siempreviva, preparar café y tostadas y sentarse en una mesa con mantel verde -no podía ser de otra manera- detrás del ventanal, que requiere todas las miradas y por el que pasan aves, pájaros, culebras e insectos que Joaquín y Raúl Alcanduerca, como buenos naturalistas que son, nombran y cuentan, mientras tú, entre sorbo y sorbo de café, escuchas fascinada intentando apresar con toda tu alma ese paisaje y esas palabras, para poder guardarlos en los frasquitos de esencias de tu memoria.


Y hay que volver a las cabras y a las gallinas y a mover a las yeguas en el paisaje, para regresar al frescor de la cocina y preparar una buena caldereta de cabrito, plato nacional extremeño, con especias de huerto y sabores de infancia.
Si tienes suerte y un invitado llama a la puerta, seremos cuatro a compartir comida, vino portugués de  la oropéndola o el papafigos y una buena conversación que se prolongará hasta bien entrada la tarde.

Si tienes suerte, puedes elegir el camino del paseo al atardecer y hacerlo coincidir con el destino de una pequeña cabra que ha caído en una zanja y que sólo el azar -a veces maravilloso de la vida- puede salvar de una muerte segura.

Si tienes suerte, y allí todo parece predisponer a ello, verás a cientos de ranas chapotear felices en una charca del camino cuando ya esté anocheciendo y volverás a casa para ver el crepúsculo sentados en el jardín, mientras escuchas a Araújo recitar a Antonio Espina: "Aviso urgente a la guardia civil: el horizonte ha conquistado las últimas posiciones de la luz. Ya no queda casi tarde" y sentir entonces que estás en el sitio preciso, en el momento preciso y que nada mas necesitas, en esos instantes, que estar celebrando con dos amigos la belleza del lugar y de estar vivos.

La bóveda celeste en Vento es inmensa y luminosa, así que por la noche hay que tumbarse debajo de ella y conquistar el cielo a golpe de poemas, de palabras, de historias a media voz y de silencios. Cuesta trabajo meterse bajo otro cielo en esos momentos y así, prolongamos palabras y silencios hasta que el cuerpo aguanta y nos requiere el descanso para volver a levantarse al alba y volver a las cabras, al monte, al rumor del agua, al canto de los pájaros, al vuelo de las mariposas, al olor de las jaras, del cantueso y las siemprevivas, a los verdes prados, a los pedregales de piedras con formas de letras caprichosas, al azul del cielo y al afecto del corazón y los sentidos, antes de emprender el camino de regreso al lugar que un día escogiste para vivir, olvidando lo esencial, lo más íntimo de tu ser, ese lugar -jungla de piedras grises y asfalto- ensordecedor de ruidos innecesarios, de noches oscuras sin estrellas, de olores impostados y de exceso de palabras y deseos vacíos.


Y regresas -claro que regresas sin remedio- aunque escojas el camino largo, intentando prolongar así esa magia que se ha metido hasta lo más hondo de tu ser y de la que te niegas a desprenderte, porque sabes que en cuanto lo hagas volverán la nostalgia y la saudade del tiempo de lo auténtico, de lo que deseas cada día sin nombrarlo, de lo que fuiste una vez y acabó encerrado en el lugar más oscuro y lejano del desván de tu memoria.

Vento es ese lugar al que una siempre querrá volver. El lugar en el que es posible abandonarte sin miedos a lo mejor de ti misma, en el que vuelves a reencontrar a ese viejo "yo" olvidado, el sitio de tus paisajes de infancia, el paraíso perdido, el que da sentido a esta vida tantas veces cuestionada. Es el lugar de la memoria, del tiempo sin tiempo, de lo real y lo vívido.