23 marzo, 2019

Crónicas del autobús. El niño de la mirada brillante


Cada mañana sube al autobús con su padre. No tendrá más de 4 años, es pequeño como un gorrión y como éste tiene la viveza y la inquietud de la curiosidad permanente. 
Adora sentarse delante, casi al lado del conductor, y cuando el asiento está ocupado, demuestra su malestar y su disgusto en silencio, con un pequeño mohín triste y gris que apaga la luz con la que irrumpió al subir al bus.
Cuando soy yo la que ocupo ese asiento, se lo cedo enseguida con cualquier excusa, aunque él no la escucha mientras se apresura a acomodarse en el asiento que acabo de abandonar.
Durante todo el viaje, no pierde de vista al conductor. Observa cada uno de sus movimientos, sigue sus manos en las palancas y en el volante, mueve sus pies sobre unos pedales imaginarios al compás del que conduce, observa sus ojos en el retrovisor y yo podría jurar que si su pequeño cuerpo se estirara y pudiera abarcar todo ese cuadro de mandos, podría conducirnos él mismo hasta nuestros destinos.
Nunca he visto una mirada más brillante, más inteligente y más segura de su destino. Nunca he visto a un ser tan pequeño con tanta certeza de lo que quiere ser y hacer en la vida.
Me llena de ternura observarle y me alegra el alma cada día, cuando la ciudad se despereza lentamente y observo las caras somnolientas y resignadas de la gente que viaja conmigo en ese autobús.
Por eso, cada día, lo busco con mi mirada en su parada, y le cedo el asiento delantero. Porque su alegría y su pasión, borran de mi rostro el sueño, la resignación y el cansancio, y me permite volver a esos instantes, en los que el mundo es un papel en blanco, con todo por escribir.

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