19 enero, 2016

Partida de ajedrez



Yacen tus figuras abatidas, en un tablero de ajedrez.

Los peones, los alfiles, los caballos, las altas torres de las almenas fueron, finalmente, incapaces de resistir el incansable embite del contrario. Sus piezas tampoco han salido indemnes del combate. 

Es un campo desolado el que ante ti se muestra.

Has soportado muchos jaques. Has avanzado, huido y retrocedido muchas veces. En ocasiones sentiste muy cerca la victoria -dos jugadas más y el rey ya es mío- pero había siempre una sorpresa, un movimiento inesperado, una jugada traicionera, que volvían a reiniciar la lucha y su suspense.

La partida dura ya demasiado. El cansancio empieza a hacer mella entre nosotros y la inercia -mueve y pierde, pierde y mueve- de no esperar victoria alguna ni derrota.

Cada vez más a menudo, te invaden los deseos de levantarte de la mesa, y con un golpe brusco derribar las fichas y el tablero. Mandarlo todo al olvido, tirar todo por tierra: el tiempo, la pasión, el amor, la entrega. El cuidado exquisito en cada movimiento, los halagos, los rescates, la paciencia, las largas horas en acecho y la confianza inútil de unas huellas. 

Empiezan a pesar como una losa todas las jugadas conocidas, los cuadros blancos y negros del tablero, el reloj que no cesa, y el lugar se ha convertido en un espacio claustrofóbico y sin salida. 
Ni un rayo de luz, ni un poco de aire fresco. Todo aquí está viciado, sombrío y solitario. 

Sólo una palabra, un movimiento rápido, un gesto, un impulso necesario y el valor suficiente para abandonar al rey a su destino.


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10 enero, 2016

Invierno 2016

Fotografía: Bill Brandt

2016 no parece un año sino una cifra, o un número de lotería o de la ONCE. Se me hace extraño decir: "estamos en 2016" o "en este 2016". Pero sí, acabamos de comenzar 2016 y hay días que el tiempo se nos echa encima como una losa, como un pesado fardo que tenemos que arrastrar, cada vez más lleno. 
Apagadas las bombillas navideñas la gente, y el tiempo, han vuelto a su estado natural. Así que es invierno, sin luces ni adornos, invierno gris, lluvioso, de días oscuros y cortos y noches largas y oscuras.
Creo que la Navidad, aparte de muchas otras cosas, es la puerta iluminada con la que se nos engatusa para entrar en el invierno, igual que para entrar en el nuevo año es imprescindible hacer promesas de cambios que nunca cumpliremos. 
Yo este año no me he propuesto nada -para qué- sólo intentar ser feliz con las pequeñas cosas. Esas que pasan desapercibidas o están escondidas en cualquiera de las horas del día. A saber: una lectura, una buena película, un paseo, el cambio de los colores en la naturaleza, un poema, una canción, una buena charla y algunas risas con gente querida. Algún que otro viaje, un poco de mar, un encuentro inesperado o esperado, algunos abrazos, un poco de ternura, y que todo siga suavemente, sin sobresaltos ni golpes duros.

Pocas cosas, al fin y al cabo, pequeñas cosas que nos recuerdan que lo que verdaderamente importa está en lo cotidiano que, cuando nos falta, adquiere las dimensiones de su verdadero valor.
Pero bien sé yo que mi alma inquieta buscará abismos y profundidades, y escaladas difíciles y vuelos sin motor, así que vamos allá.



Me dices que es absurdo el universo,
que la vida carece de sentido.
Pero no es un sentido lo que busco,
cualquier explicación o una promesa,
sino el estar aquí y a la deriva:
una simple botella que en la playa
aguarda la marea.
Sí, la palabra justa es abandono:
una dulce renuncia que me nombra
señor y dueño al fin de mi camino.
Queden hoy para otros
los afanes del mundo, y que mi mundo sea
la magia de esta casa
tomada en su quietud por la penumbra,
saber que nadie llegará
a interrumpir mi tarde,
que no habrá sobresaltos,
ni voces, ni horas fijas,
porque ahora es tan sólo transcurrir
mi gran tarea.

(Vicente Gallego)


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