06 agosto, 2019

Los paraísos perdidos

El Sud Expresso es el centenario tren que une París con Lisboa a través de Hendaya.
Antiguamente era un tren con compartimentos de madera y bancos de escay o skai, ese material pegajoso con el que se fabricaban los sofás de las "siestas" veraniegas en los años 60.
Tenía también un precioso restaurante, a la manera de los trenes-camas europeos, en el que te servían al amanecer un delicioso desayuno portugués de torradas, con manteiga salada y buen café en tacitas de cerámica y manteles de algodón blanco inmaculado.

Hoy, es un tren-hotel con algunos vagones de asientos, al estilo del Talgo, y muchos vagones con compartimentos de camas y literas, con una cafetería en la que sirven cervezas calientes de lata y café malo en vasos de plástico, mientras te sujetas a la barra intentando no perder el equilibrio en el traqueteo incesante de las viejas vías de su recorrido.
En verano suele ir hasta los topes de jóvenes o algunos -todavía- emigrantes portugueses que lo escogen para viajar entre Francia y Portugal recorriendo buena parte del norte español.

Son siete horas y media de trayecto, desde Salamanca, y en los vagones de asientos huele a pies descalzos y comida prefabricada. Debido a su horario, la gente duerme, o al menos lo intenta, la mayor parte del viaje, buscando posiciones imposibles y levantándose a estirar las piernas o para respirar un poco de aire fresco o fumar un cigarro en las estaciones de Guarda o Coimbra, en las que se detiene unos minutos.

La llegada a Santa Apolonia, la vieja y decadente estación lisboeta es a las 7.30 h. (horario portugués) que a esas horas bulle tanto en su interior como en su exterior y huele a pan caliente y a los riquísimos pasteles (bolos) portugueses recién hechos.






Desembarcar en Lisboa, sea por tierra, mar o aire, es siempre una experiencia que se llena de expectativas y, para las que hemos viajado tanto allí, de nostalgias y saudades que buscas desesperadamente revivir en cada viaje.

Pero Lisboa ya no es la que era. El turismo masivo y la gentrificación la han ido transformando en un "parque de atracciones" lleno de propuestas para turistas que la han llevado a perder la mayor parte de su atractivo, su encanto y su personalidad. Si no fuera por algunos barrios que aún conservan el verdadero sabor de Lisboa -cada vez menos- la capital portuguesa podría ser cualquier ciudad turística del mundo invadida por hordas de turistas que, además de transformar el paisaje urbano, han influido en la vida de sus habitantes que han sido expulsados de su ciudad, de sus transportes o de sus servicios en pro del consumo burdo, masivo, compulsivo y absurdo de viajeros que necesitan sentirse rodeados de las mismas cosas que tienen en su lugar de origen en cualquier parte del mundo.

Han desaparecido los lugares propios, únicos e identificativos de cada lugar para convertirse en extensiones de franquicias idénticas y objetos prefabricados para el consumo y la diversión. hemos dejado de ser viajeros para convertirnos en seres que se teletransportan de un lugar a otro, corriendo por las calles sin interés ninguno por conocer la cultura, el arte, o las identidades particulares y propias de los lugares y la gente que visitamos.

Quizás por esto, los lisboetas, ya no son la gente amable, educada y hospitalaria que eran, se han vuelto toscos y con cierta dosis de amargura -perfectamente entendible- y la atención en tiendas, restaurantes o espacios culturales conlleva prisas, malos humores e intentos de aprovechar al máximo posible los beneficios de haber "vendido" su ciudad al consumismo indiscriminado.

Alojarse en la Alfama fue siempre uno de mis sueños, ese viejo barrio de pescadores, con casas desconchadas y cuna del fado, situado en las laderas del Castelo de San Jorge. Pero la Alfama, salvo ciertos pequeños reductos escondidos y protegidos, aún, de la invasión turística no es tampoco la misma y hay que escapar por calles todavía poco conocidas para evitar colas, comer decentemente y a buen precio o escuchar un poco de música en alguna vieja casa de fado a la que debes llamar a la puerta para poder entrar.





Así y todo, gracias a la saudade y a l@s amig@s con l@s que viajas, y que son l@s que aún te ayudan a hacer soportable este regreso y te llevan a buscar aquellos rincones que un día te hicieron feliz, aunque ya no sean los mismos, aunque cueste reconocerlos, todavía puedes intuir algo de lo que fueron y si escuchas atentamente parecen susurrarte en secreto que van a intentar mantener algo de su esencia, para el día en que la vieja Lisboa deje de ser una feria y vuelva a ser a Feira das ladras, el viejo Cais do Sodré, la Suiça (cerrada ya) en la Praça do Rossio y da Figueira, A Brasileira y la libería Bertrand en Chiado, las viejas casa de Fado en Alfama y Bairro Alto, los restaurantes indianos de Mouraria, o la belleza y la soledad de sus altos miradores cuando imponía asomarse a ellos para ver la preciosa Ciudad Blanca, al atardecer, llena de esplendor.







Una no debe volver al lugar en el que un día fue feliz pero es que quedan pocas islas ya para naufragar. Y sin embargo, aún albergo la esperanza de volver algún día a aquella Lisboa que amé y en la que viví algunos de los momentos más bonitos e intensos de mi vida.
La esperanza, eso que dicen que es lo último que se pierde.