Desde hace años, además de coorganizar las Ferias del Libro de esta pequeña capital de provincias, me gusta visitar algunas que se celebran en distintas ciudades españolas.
Cada año, las infraestructuras son mejores, las actividades que se realizan en torno a la feria más ambiciosas: cuentacuentos, actividades con colegios, encuentros con autores en distintos espacios de la ciudad y para distintos públicos –niños, jóvenes y adultos- (¿falta la 3ª edad, la 4ª edad?), conciertos, firmas de libros, exposiciones de temáticas variadas, monólogos literarios en bares y pubs, teatro, películas basadas en tal o cual novela…
Cada año, tengo la sensación que esta fiesta en torno al libro va teniendo más de fiesta que de libro, como si nos fuéramos alejando poco a poco del verdadero ser de la lectura, de su objetivo más auténtico: ese encuentro íntimo, sosegado, a veces difícil, a veces lleno de júbilo o de dolor, entre el libro y el lector.
Tengo también la sensación de que los libreros, tanto los libreros de siempre, con los que te encuentras a menudo en la librería y que son, habitualmente: asesores, confidentes, críticos, amigos y cómplices, como esos otros que sólo “tienen” fondo para la feria, se convierten en esos días en meros comerciantes, dispuestos a sacar la mayor tajada de su producto, y cuyo objetivo es vender el mayor número de libros posibles, en detrimento de la calidad del producto que ofertan.
Las casetas de las librerías se llenan así de los últimos best-sellers de dudosa calidad literaria, que aprovechan tirones publicitarios para colocarse en los primeros puestos de los libros más vendidos.
Paseo por las casetas ojeando detenidamente los libros expuestos y me sorprende la selección realizada, para esos días, por la mayor parte de los libreros.
Paseo por los “recintos feriales” y me sorprende, la cantidad y, a veces, baja calidad de las actividades realizadas por los organizadores de las ferias. Cuentacuentos “chillones”, vociferando palabras e historias vacías, repletas de clichés, con los que mantener a los niños sospechosa y fácilmente atentos.
Paseo por las casetas de firmas de escritores y veo caras “conocidas” de las tertulias televisivas, que congregan, como las “mujeres barbudas” de los circos de antaño, un gran número de gente alrededor y por otro lado escritores de grandes obras literarias, caras “desconocidas”, ajenas al medio televisivo, solos en la pequeñez de un mundo al que se acercarán tan sólo unos pocos.
Asisto a las conferencias de algunos autores y comparto un tiempo con apenas un puñado de personas, que disfrutamos de la experiencia literaria de aquellos, o sufrimos una insípida charla con la que descubrimos que tal o cual autor sólo está allí para cumplir las exigencias de un contrato editorial.
Cada año, cuando la temporada de las ferias del libro terminan, me quedo con la amarga sensación que, un año más, muchas cosas sobran y muchas faltan. Que se hace necesaria una reflexión conjunta de todos, una evaluación detenida y meditada, una revisión de objetivos, un paso adelante de calidad y compromiso social y educativo.
Por estas y por muchas cosas más, el artículo de Eduardo Mendoza “De ferias y libros” en el Suplemento Babelia nº 861, me ha resultado especialmente interesante.
Entre otras reflexiones el escritor recoge cosas como estas:
“Un libro no es un juguete y la lectura no es una diversión. El que uno pueda divertirse es otro asunto”
“A la feria hay que ir como quien va al huerto a recoger los frutos de la tierra: algo fatigoso y primordial. Sólo así se le encuentra a la feria un sentido distinto al de comprar por catálogo”
“Una feria no es un parque de atracciones, aunque lo parezca”
“El que compra un libro, si lo hace de un modo consciente y concienzudo, no sólo pone medios para la lectura, sino para la constitución y desarrollo de su biblioteca”
“Una biblioteca no decora, salvo que sea la obra de un coleccionista”
“Una feria es un lugar donde se celebra el libro, el autor y el lector, un acto de hermanamiento, una oportunidad para adquirir información, formarse opiniones, entablar contactos personales; y también es un homenaje al acto de editar. Y una ocasión para comprender que la lectura, que es la raíz de todo lo anterior, es un acto individual y colectivo y una empresa de la máxima trascendencia vital”
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