Alguna vez recuerdo ciertas noches de junio, cuando el mes amanecía espléndido entre montañas, viejos dinosaurios azules tendidos al sol inmenso de los ya largos días de pájaros y noches de luna llena.
Alguna vez recuerdo una casa sobre un río que acompañaba las noches estrelladas con su música de siglos y su fluir acompasado y monótono.
Recuerdo también, en aquellos días, el paseo hasta una fuente inundado de olores y colores que iban y venían del monte hasta mis manos.
Y las flores siemprevivas sobre el viejo hule de cuadros desvaídos. Y las contraventanas azules entreabiertas por las que entraba el frío de la mañana hasta que el sol inundaba de luz y calor los campos y los huertos.
Eran pocos días -tan intensos- en los que el mundo parecía detenerse y la muerte se alejaba prometiéndote la vida eterna y el amor eterno.
Recuerdo las calles empedradas y la vieja tasca ruidosa en la que servían vino áspero y amargo como las lágrimas que resbalaban frecuentemente hasta mis labios. Recuerdo también el sabor de aquellas lágrimas llenas de emociones encontradas, que iban del dolor a la alegría cayendo, gota a gota, por el pequeño puente sobre el regato que cruzaba las calles de aquel pueblo blanco y bullicioso.
Los altares de flores en la plaza, dos sillas vulgares bajo un rosal, que se convertían en pequeños tronos para el amor bajo la oscuridad de la noche, apenas iluminada por la luna y por estrellas fugaces, pequeñas estrellas que contábamos al recogerlas con nuestras manos entrelazadas incapaces de sujetar toda la fuerza de nuestro corazón, que se escapaba entre los dedos.
Recuerdo bien ciertas noches, ciertos días de junio. El instante del regreso al paraíso y luego la partida, con las manos al viento, intentando sujetar las horas, con el corazón en la garganta a punto de salirse a borbotones por la estrecha carretera y derramarse sobre las vides que nos acompañaban en el camino de la huida.
Noches del mes de junio
(Jaime Gil de Biedma)
Alguna vez recuerdo
ciertas noches de junio de aquel año,
casi borrosas, de mi adolescencia
(era en mil novecientos me parece
cuarenta y nueve)
porque en ese mes
sentía siempre una inquietud, una angustia pequeña
lo mismo que el calor que empezaba,
nada más
que la especial sonoridad del aire
y una disposición vagamente afectiva.
Eran las noches incurables
y la calentura.
Las altas horas de estudiante solo
y el libro intempestivo
junto al balcón abierto de par en par (la calle
recién regada desaparecía
abajo, entre el follaje iluminado)
sin un alma que llevar a la boca.
Cuántas veces me acuerdo
de vosotras, lejanas
noches del mes de junio, cuántas veces
me saltaron las lágrimas, las lágrimas
por ser más que un hombre, cuánto quise
morir
o soñé con venderme al diablo,
que nunca me escuchó.
Pero también
la vida nos sujeta porque precisamente
no es como la esperábamos.
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