Partida de ajedrez
Yacen tus figuras abatidas, en un tablero de ajedrez.
Los peones, los alfiles, los caballos, las altas torres de las almenas fueron, finalmente, incapaces de resistir el incansable embite del contrario. Sus piezas tampoco han salido indemnes del combate.
Es un campo desolado el que ante ti se muestra.
Has soportado muchos jaques. Has avanzado, huido y retrocedido muchas veces. En ocasiones sentiste muy cerca la victoria -dos jugadas más y el rey ya es mío- pero había siempre una sorpresa, un movimiento inesperado, una jugada traicionera, que volvían a reiniciar la lucha y su suspense.
La partida dura ya demasiado. El cansancio empieza a hacer mella entre nosotros y la inercia -mueve y pierde, pierde y mueve- de no esperar victoria alguna ni derrota.
Cada vez más a menudo, te invaden los deseos de levantarte de la mesa, y con un golpe brusco derribar las fichas y el tablero. Mandarlo todo al olvido, tirar todo por tierra: el tiempo, la pasión, el amor, la entrega. El cuidado exquisito en cada movimiento, los halagos, los rescates, la paciencia, las largas horas en acecho y la confianza inútil de unas huellas.
Empiezan a pesar como una losa todas las jugadas conocidas, los cuadros blancos y negros del tablero, el reloj que no cesa, y el lugar se ha convertido en un espacio claustrofóbico y sin salida.
Ni un rayo de luz, ni un poco de aire fresco. Todo aquí está viciado, sombrío y solitario.
Sólo una palabra, un movimiento rápido, un gesto, un impulso necesario y el valor suficiente para abandonar al rey a su destino.
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