Una palabra
Alguien lanza una palabra y ya no se puede recoger.
Y la palabra es dardo envenenado, flecha,
bala, puño, puñal, cuchillo.
Alguien traspasa con su palabra tu corazón
y lo rompe en mil pedazos, y los pedazos arrastran, en su caída, las ilusiones
forjadas durante años, los sueños relatados en noches de luna llena, las
confidencias susurradas a la orilla de un río.
Y la inocencia.
La bendita inocencia de creer que alguien,
alguna vez pudo ser confidencia y confianza, sueño e ilusión, luna, río.
Algunas palabras estallan dentro de
nosotros como granadas de mano, como bombas de racimo. Nos destruyen para
siempre, nos aniquilan, nos despedazan. Ya nunca volveremos a ser los mismos,
aunque nos recompongamos o peguemos cuidadosamente cada milímetro de nuestro
cuerpo destrozado. Todo quedará manga por hombro, hombro por manga, piedra,
papel o tijera. Nunca.
Inventaremos formas de sobrevivir al
cataclismo de una palabra, nos levantaremos -primero despacio-mirando
alrededor, incrédulos -no es posible- nos diremos, -no es posible- Pero más
tarde, con el paso de las horas, de los días, de los meses, la palabra nos
perseguirá allá donde vayamos. No podremos escondernos de ella. A veces se
diluirá en la niebla del pasado, pero volverá a salir poderosa y dominante. Y
el dolor será el mismo.
Buscaremos caminos, atajos, puentes
levadizos, muros, puertas. Cerraremos las ventanas con candados. Y la palabra
encontrará la grieta, el resquicio, el hoyo, el agujero y volverá a clavarse,
una y otra vez, en nuestro corazón. Y el dolor será el mismo.
No hay forma de escapar al dolor de esa
palabra dicha a destiempo, en un momento que no correspondía, en un lugar que
no correspondía, y a un corazón al que no correspondía recibir todo ese daño.
Esa maldita palabra.
Sólo el olvido, y la muerte.
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