21 octubre, 2014

Una palabra


Alguien lanza una palabra y ya no se puede recoger.
Y la palabra es dardo envenenado, flecha, bala, puño, puñal, cuchillo.

Alguien traspasa con su palabra tu corazón y lo rompe en mil pedazos, y los pedazos arrastran, en su caída, las ilusiones forjadas durante años, los sueños relatados en noches de luna llena, las confidencias susurradas a la orilla de un río.

Y la inocencia. 
La bendita inocencia de creer que alguien, alguna vez pudo ser confidencia y confianza, sueño e ilusión, luna, río.

Algunas palabras estallan dentro de nosotros como granadas de mano, como bombas de racimo. Nos destruyen para siempre, nos aniquilan, nos despedazan. Ya nunca volveremos a ser los mismos, aunque nos recompongamos o peguemos cuidadosamente cada milímetro de nuestro cuerpo destrozado. Todo quedará manga por hombro, hombro por manga, piedra, papel o tijera. Nunca.

Inventaremos formas de sobrevivir al cataclismo de una palabra, nos levantaremos -primero despacio-mirando alrededor, incrédulos -no es posible- nos diremos, -no es posible- Pero más tarde, con el paso de las horas, de los días, de los meses, la palabra nos perseguirá allá donde vayamos. No podremos escondernos de ella. A veces se diluirá en la niebla del pasado, pero volverá a salir poderosa y dominante. Y el dolor será el mismo.

Buscaremos caminos, atajos, puentes levadizos, muros, puertas. Cerraremos las ventanas con candados. Y la palabra encontrará la grieta, el resquicio, el hoyo, el agujero y volverá a clavarse, una y otra vez, en nuestro corazón. Y el dolor será el mismo.

No hay forma de escapar al dolor de esa palabra dicha a destiempo, en un momento que no correspondía, en un lugar que no correspondía, y a un corazón al que no correspondía recibir todo ese daño. Esa maldita palabra.


Sólo el olvido, y la muerte. 

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