18 julio, 2010

Los helados de las siestas

Casi he podido sentir el bochorno de aquellas tardes de verano en Badajoz, las persianas de madera verde enrolladas que dejábamos caer hasta el suelo, el zumbido de las moscas en los cristales y el silencio en la calle que se rompía, de repente, con una pequeña melodía que indicaba que el carrito de los helados acababa de aparcar en nuestra puerta.
La emoción de bajar cada día dando saltos por la escalera y aspirar el olor fresco y dulce de aquellos recipientes brillantes que se abrían ante nuestros ojos golosos e impacientes.
La mano del heladero tomando con sus pinzas plateadas y verdadera precisión y maestría la porción justa (siempre esperábamos un poco más) de aquella deliciosa crema con sabor a vainilla, chocolate o fresa.
Los conos formando una torre, o los barquillos para el corte en su cajita de cartón.
Aunque me gustaban más las bolas, a veces pedía un helado al corte sólo por el gusto de verle cortar, con un cuchillo, aquellos bloques rectangulares que cedían bajo su presión con extrema suavidad.
Y luego, ya en casa, tumbadas en la cama y rodeadas de libros de Enid Blyton, saborear despacio aquel maravilloso helado. Nunca más me han sabido igual.

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