M.
M. conduce un autobus urbano. Y sus pasajeros escuchan jazz.
Siempre lleva un libro a mano, para leer en los pequeños ratos libres que el trabajo le deja.
Fuma un cigarrillo de vez en cuando, suele hacerlo cuando toma café.
Le gustan las puestas de sol en Portugal y los pasteles de Belem.
Puede escaparse por las viejas calles adoquinadas de Lisboa en busca de un café de película o gastar bromas en el tranvía que sube al Castelo.
M. es tranquilo y tiene el corazón limpio. Te regala la última noticia interesante que ha oído, la última música que ha escuchado o comparte contigo sus lecturas y sus inquietudes sociales y políticas que están, siempre, llenas de humanidad y limpieza. Y te las regala como quien no quiere la cosa, dejándolas caer en tu bolsillo sin que apenas te des cuenta.
A veces dices algo en voz alta y él lo recoge y, sin darse importancia, aparece en tu casa con sus herramientas, para arreglarte el grifo de la ducha o una luz que no funciona.
M. conoce muy bien el valor de los silencios y como decirle a los demás muchas cosas sin palabras.
Y conoce el valor de las palabras, por eso se emociona -sin aspavientos- cuando escucha o lee algo que despierta sus sentidos.
También sabe escuchar muy bien. A veces le observo mientras lo hace y aprendo de él como debería yo hacerlo.
Hoy M. me ha regalado la posibilidad de conocer a un saxofonista ruso: Igor Butman, y yo me siento agradecida al destino por haber conocido a alguien como él y le agradezco a él que haya puesto la banda sonora a mi regreso a la rutina.
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