21 diciembre, 2009

Los toros mansos

Con el tiempo y los años una aprende a ir distinguiendo la frivolidad.


Al principio parece ser cosa de algunos, que la pregonan a los cuatro vientos: su forma de vestir, sus expresiones, las maneras que tienen en el trato con los otros, las conversaciones que mantienen -sin contenido- los libros que no leen; las películas que les gustan; los lugares que frecuentan en su tiempo de ocio; las opiniones sociales y políticas que sostienen; las aseveraciones que hacen; los cotilleos que intercambian...

Parece fácil distinguir así a las personas cuyo único objetivo en la vida es pasarlo bien sin implicarse emocionalmente en la vida de los otros, sin ser capaces de entender el dolor, la miseria, la lealtad, la soledad, la necesidad de comunicación, la importancia de la cultura, la capacidad del aprendizaje diario, la solidaridad, las diferencias, las igualdades...

Pero, ya digo, que el tiempo y los años te van enseñando que no todo es tan sencillo, que no todo está a la vista, que los peores lobos son los que vienen disfrazados de corderos. Aquellos que presumen de ser unos intelectuales, que leen a autores de culto, que frecuentan cine de culto, que asisten a conciertos de artistas de culto, que critican el racismo, la xenofobia, el sexismo, que gritan en las manifestaciones de apoyo a los inmigrantes, a favor de la mujer, en contra de los abusos de cualquier índole... Y que un día, un día cualquiera se caen a tu lado con todo el equipo, mostrando su verdadero ser -aquel que ocupa su corazón y su alma- con una expresión, con unas palabras, con un gesto pequeño, con un desprecio, con una deslealtad, con una incoherencia que deja al descubierto quienes son en realidad y tras que piel se ocultan.

Mi madre repetía en ocasiones: "Del toro manso líbreme Dios, que del fiero, me libro yo". Pues eso, que prefiero verlas venir...