20 agosto, 2009

Oporto (Porto)

Siempre tuvo -al menos para mi- un aspecto decadente que le confería una belleza especial. Un algo, un no sé qué, que impregnaba los paseos y la mirada de una melancolía vaga que subía y bajaba en silencio, por tu interior, como sus calles empinadísimas.

Ha sido siempre -al menos para mi- una ciudad con un intenso aire de misterio y tristeza, a pesar de su luz, de su bullicio, de sus inagotables colores y de sus indescriptibles olores.
He disfrutado mucho cada vez que la he visitado y he regresado siempre con esa saudade interminable de querer volver una vez, y otra vez, y otra vez...

Sin embargo, en este último viaje, un sentimiento nuevo se ha sumado a los que he venido sintiendo desde hace tanto por Porto. Un sentimiento en el que se han mezclado a partes iguales la rabia, la indignación y la pena.
La están perdiendo -la ciudad- se la están dejando caer.
Sus habitantes, sus gobernantes, su gente. Hay una desidia que ha dejado de ser decadente para pasar a ser irritante, una resignación que va más allá de crisis económicas o incompetentes actuaciones de gestión política.

Porto (Oporto), es hoy una ciudad abandonada a su suerte, un barco navegando en un océano a merced de las inclemencias del tiempo.

No sé, no conozco, las políticas de conservación y restauración del gobierno portugués, ni los intereses especulativos e inmobiliarios de las constructoras portuguesas, pero es la segunda ciudad de Portugal, después de Lisboa, la capital del Norte portugués. Una ciudad antigua que cuenta con un amplio patrimonio histórico. Una ciudad a la que acuden 16 millones de turistas cada año. Su centro histórico ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad, y sus habitantes son hospitalarios, generosos y amables.

Siempre he sido feliz en mis visitas a esta ciudad.
Pero esta vez he regresado con miedo. Miedo de no volverla a encontrar cuando regrese.

Al menos tal y como yo la amaba. Tal y como debería de ser, de seguir siendo.

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