08 noviembre, 2017

Del tiempo y las cosas



Somos viajeros incansables.

Viajamos para descubrir paisajes, monumentos, costumbres, lugares, lecturas... Viajamos para, también, conocernos a nosotros mismos.

Y en estos viajes descubrimos sensaciones, miradas, emociones, las distintas tonalidades de la luz, los horizontes, los colores que nos acompañan en el trayecto, las músicas que ponen la banda sonora a nuestras vidas. Conocemos gente, palabras, expresiones, sabores y olores y objetos, pequeñas cosas que incorporamos a nuestra memoria y que van a formar parte, ya para siempre, de nuestras vidas. Todas estas cosas van configurar nuestro equipaje. Un equipaje que se va haciendo cada vez más grande, a veces más pesado, a veces más liviano a medida que descargamos todo aquello que fuimos recogiendo, cuando llegamos a ser conscientes de la inutilidad de tantas cosas.

Sin embargo, hay cosas que permanecen siempre. Objetos, olores, lugares y personas que asociamos a un momento concreto a un paisaje en el que algún día fuimos felices.

¿Somos lo que recordamos o recordamos gracias a lo que hemos llegado a ser?. La memoria es frágil y el olvido caprichoso y selectivo pero, en este ir y devenir, las emociones asociadas a ciertos momentos, a ciertos objetos, ciertos recuerdos arraigan en nosotros para siempre configurando nuestra forma de ser y estar en el mundo.

El tiempo y las cosas es un paseo por nuestras propias huellas. Como si volviéramos a poner las pisadas en ese lugar exacto en el que un día marcamos nuestro camino. Un paseo por las pequeñas cosas que nos dejaron otros tiempos y que nos permiten reconstruir nuestro pasado, un pasado que no fue ni mejor ni peor pero que fue nuestro y por tanto único y muy personal.

Un mismo objeto evoca en cada uno de nosotros sensaciones y emociones diferentes porque van asociados a personas, experiencias y paisajes distintos y no es fácil explicarle a los otros porque ese juguete de hojalata, ese libro desvencijado de hojas amarillentas, esa maleta de cartón, ese sonajero de madera, o esa pequeña caja de madera llena de hilos de colores, despiertan en nosotros al niño, la niña que fuimos, a la joven enamorada, al hombre confundido. Porqué esa vieja hamaca nos trae las siestas de veranos indolentes, el pupitre y el olor a goma de borrar vuelve a transportarnos al tiempo de las risas y las complicidades escolares.

A veces, la mayor parte de las veces las palabras no permiten definir ese recuerdo. Necesitamos tocar las cosas, percibir su tacto, aspirar su olor desvaído, para poder situarlas en el tiempo, para convocar la memoria. El silencio es, entonces, nuestro mayo aliado. No hay nada que explicar porque lo vivido es inexplicable e incomprensible y porque los recuerdos individuales no permiten ser compartidos sin pasar por el tamiz de los otros y sus propias experiencias.

Uno viaja incansablemente. Desde su sillón o su casa, desde las viejas calles que acogieron nuestros juegos, desde las plazas donde nos besaron por primera vez, desde su memoria y su recuerdo hacia un presente –a veces más incierto que el futuro- Uno viaja por su cocina y encuentra la vieja lata de galletas de su abuela, o por los estantes de su salón -en los que se acumulan viejas fotografías, que nos observan misteriosamente- repletos de cajas de música, un viejo soldado de plomo, un objeto de cerámica con algunas cicatrices. Una antigua lámpara ilumina quizás nuestra lectura, como iluminó las de otros que nos precedieron en el arte de leer. Una vieja silla guarda secretos de cuentos y leyendas frente a la lumbre. Una vieja llave nos conduce a puertas misteriosas siempre cerradas en un tiempo para nosotros y que os permitían imaginar las historias que escondían y los secretos que guardaban. Uno sube a los polvorientos desvanes y abre viejos baúles con olor a naftalina en los que se amontonan, cuidadosamente envueltos en papeles de periódicos sepia, las deliciosas sábanas de hilo bordadas de una abuela o de aquella tía que guardó amor eterno a un amor imposible.

Cuando las personas desparecen quedan entonces sus huellas en forma de estos objetos y podemos así revivir recuerdos, recordar conversaciones, gestos, palabras: “aquí dijiste…”

Este es un recorrido por el paso del tiempo y las cosas que nos han ido acompañando en nuestra vida. Un recorrido contra el olvido y a favor de la memoria, por lo que fuimos y somos. Por lo que seremos gracias a nuestra capacidad de conocer el olvido y su capacidad devastadora. Recordamos para construir nuestro refugio, un lugar en el que sentirnos seguros a salvo de las inclemencias cotidianas y cada objeto que nos acompaña, en este recuerdo incansable, se convierte en un amuleto contra el desarraigo y la soledad.

Isabel Sánchez Fernández
Prólogo para el Catálogo de la exposición "El tiempo y las cosas", realizada en la Plaza Mayor de Salamanca con motivo de la 25 Feria Municipal del Libro Antiguo y de Ocasión. Octubre-noviembre, 2017

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